domingo, 30 de agosto de 2009

Sonidos

Durante el primer verano no leí libros; planté judías. No, a menudo hice algo mejor. Había momentos en que no podía permitirme sacrificar el esplendor del momento presente por trabajo alguno, de la cabeza o las manos. Quiero un amplio margen en mi vida. A veces, en una mañana de verano, tras mi baño de costumbre, me sentaba en el umbral soleado desde el amanecer hasta el mediodía, absorto en una ensoñación, entre los pinos, nogales y zumaques, en imperturbada soledad y tranquilidad, mientras los pájaros cantaban alrededor o revoloteaban silenciosos por la casa, hasta que, por la puesta de sol mi ventana occidental o por el sonido del carro de algún viajer en la lejana carretera, me acordaba del paso del tiempo. Es aquellos instantes crecía como el maíz por la noche, y resultaban mejor de lo que habría sido cualquier trabajo con las manos. No era tiempo sustraído de mi renta habitual. Me di cuenta de lo que los orientales entendian por la contemplación y el abandono de las obras. En gran medida, no me importaba cómo pasaban las horas. El día avanzaba como para iluminar algunos de mis trabajos; era por la mañana y, mirad, ahora es por la trade y nada memorable se ha logrado. En lugar de cantar como los pájaros, sonreía silenciosamente por mi incesante buena fortuna. Como el gorrión tenía su trino, posado en el nogal frente a mi puerta, así tenía yo mi risita o el gorjeo amortiguado que podría oír desde mi nido. Mis días no eran los días de la semana, con el sello de una deidad pagana, ni eran desmenuzados en horas ni golpeados por el tictac de un reloj, por que vivía como los indios puri, de quienes se dice que que <>. Esto era flagrante ociosidad para mis conciudadanos, sin duda, pero si los pájaros y las flores me hubieran examinado según sus pautas, no habrían hallado falta en mí. Es cierto que un hombre debe encontrar sus ocasiones en sí mismo. El día natural es muy tranquilo y no reprobará su indolencia.

Henry David Thoreau, Walden. Capítulo Sonidos.

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